Las noto en la espalda. Raspando más que acariciando, haciendo surcos en mi tierna piel. Durezas que el paso del tiempo y el duro trabajo en el campo habían tallado.
Así eran las manos de mis abuelos, antes de las cremas para cada zona de nuestro cuerpo.
Los cantos y los termones, los ramales y las plantas, la humedades frías y los quemazones de la lumbre erosionaron lo que en otra época fueron suaves manos juveniles.
Sin embargo los gestos denotan seguridad a la hora de desempeñar sus labores en la huerta, diestras para moverse en los fogones, precisas para alimentar al ganado y delicadas para acariciar a sus seres queridos.
Siempre que veo unas manos arrugadas y torcidas, me imagino qué historias pueden haber vivido, cual libro antiguo con notas entre páginas, dispuestas a enseñar a los que les seguimos su forma de hacer las cosas: como antes.