El otro día escuché a un amigo decir que si tuviéramos gallinas en vez pantallas de 40 pulgadas la Crisis no hubiera sido tal. Y en cierta manera llevaba razón. El gallinero es un ejemplo de cómo aprovechar los recursos.
Siempre se les dio de comer las sobras de las comidas de las casas, además del excedente de la huerta, incluido el maiz que la publicidad nos identifica con esos huevos de yemas intensas.
Los pollos eran comida de domingo y las gallinas, daban sabor a nuestros caldos.
Pues el fin se semana recibí un regalo en forma de una docena de huevos de gallinas realmente camperas y libres y decidí aprovecharlas. Reservé dos huevos para darme un homenaje con el pan del fin de semana y el resto lo usé para elaborar pasta fresca.
Aprovechamos la harina que nos sobró de las hogazas de pan.
Una vez amasada y reposada terminamos elaborando una pasta que solemos encontrar en nuestra nevera deshidratada y envasada, pero esta vez fresca y natural.
Como decía en el anterior post, incorporar el hábito de elaborar nuestra propia comida, nos invita a averiguar de dónde viene. Que no ocurra, como leí una vez, que un niño no sepa de dónde proviene la leche.
En un artículo en la revista de mi pueblo, un vecino publicó un homenaje a su suegro muerto recientemente. En ese artículo hablaba de las bondades del anciano, pero hubo una frase que me llamó la atención: ” comía sólo lo que provenía de su huerta y sus animales “. Y lo decía con orgullo. Mucha gente se jacta, precisamente de lo contrario, de ingerir comida plastificada alegando un punto de modernidad y sofisticación, como si lo tradicional fuera algo obsoleto. O como si lo natural fuera que se vendieran en tiendas de paredes blancas y palets a modo de baldas lechugas envueltas con la palabra ECO en grandes letras verdes pero sin que la tierra toque sus manos, no vaya a ser que se manchen.
Por cierto que los raviolis quedaron fantásticos.