Esperaba aquel autobús con nervios. Atrás habían quedado los exámenes y las notas. Me había despedido de los amigos de mi ciudad hasta septiembre y la ropa ya la habían llevado mis padres a casa de mis abuelos para pasar todo el verano.
Pronto llegarían las excursiones en bici, los baños en pozas de los ríos o las tardes enteras leyendo en la piscina. Fumar el primer cigarrillo, tratar de robar el primer beso. Mañanas de frontenis y tardes paseo. Huertas repletas de fruta madura que disfrutar tratando de que no nos pillara el dueño. Tardar semanas en preparar el chamizo para fiestas y noches intensas corriendo con las bicis por las calles y plazas haciendo gritar a corros de señoras jugando al julepe. Sortear a la interminable sucesión de sillas donde los hombres tomaban la fresca después de un duro día de trabajo. Supongo que en aquella época no habría concursos de verano en la televisión.
La bofetada de calor nada más bajar del autobús nunca me supo tanto a libertad. La sensación de verte libre durante todo un verano. Esa libertad que se fue perdiendo por el camino y que, ahora, solo saboreamos dos semanas al año. Dos semanas para tratar hacer todo lo que durante el año no pudimos hacer y a la vez descansar, desconectar, broncearnos, hincharnos a platos de la zona donde estemos y hacer deporte, casi sin deshacer la maleta, animados por anuncios de veranos perfectos, regados de cervezas.
El lento disfrute del tiempo, a sabiendas de que tenía todo el verano por delante, es lo que más echo de menos. Cuando por estas fechas veo chavales con la mochila cogiendo autobuses hacia sus pueblos, me viene a la cabeza la imagen de El Mochuelo montado en uno para dejar el suyo después de tantas aventuras. Yo también recorrí El Camino hace tiempo.